viernes, 1 de octubre de 2010

Mentores



Siempre me ha gustado quedarme mirándote mientras hacías tus cosas, no importa cuáles, todas tenían algo curioso y a veces escandaloso que atender; esperaba tu reacción típica del “¿qué carajo te pasa a vos?” para recién irme a toda carrera a tirarme en la cama. Todavía no entiendo qué ha hecho que limites tus diálogos conmigo a simples puteadas holofrásticas. No, no te preocupes, el hecho de que me hayas volado la cabeza con el borceguí, no quiere decir nada. Mi cerebro no reside en mi cabeza, como verás; y no ando igual que esas gallinas decapitadas que corren sin Norte y terminan tiradas y patéticas como todo muerto. No; a mí no me voltea este pequeño percance. A lo sumo se complica un poco entablar conversaciones decentes con las personas sin que miren cruzado mi ausencia cefálica o mis excesivos términos académicos guturales ― ¿ves? Todavía tengo un poco de cuello; sin mayores ventajas ― y se  vayan.
Sin embargo vos te quedas.
Nunca he sabido volar; no porque me faltasen alas, te acordarás de la madrugada que yo te hacía reír con la botella de vino y vos seguías las nervaduras como si fueran un mapa y cuando llegabas cerca de mi nuca me hacías cosquillas y en un reflejo involuntario de mi parte me las arrancaste  ― no me dolió ― y desarmabas la habitación entera en disculpas. Pero ahora que lo menciono, he volado un par de veces; cuando me prendía en tu pecho y salíamos a la calle; yo te abrazaba todo el tiempo y vos seguías altiva dándome un agite extremo con el vaivén de tu pecho, y tu mano, cuando quería llegar a mi muslo con ímpetu, me terminaba por hacer volar al frente y acorde al Céfiro avanzaba por la calle. Vos te reías mucho, supongo que mi cara de terror te exaltaba y corrías sin aire detrás de mí. Es lo que pasa cuando se tienen alas y nunca la formación precisa en arte de vuelo. ― ¿Te vas?― Bueno, entonces ayudame a bajar.
Sigo sin saber qué ha obrado sobre tu talante. ¿Es porque no atino a tus blancos como antes? Si fuese así, andarías peor. Sé que me cuesta más bajarte el cierre del vestido, y que unas cuantas tráqueas tapadas no me dejan abordarte más tiempo… ― ¡No te apures, mujer! ―
¿Qué es eso de andar cacareando? ¿Desde cuándo te alborotas así al amanecer? Yo sé que no es el café, lo hemos tomado muchas veces, aún sabiendo que a mí me da calambres en el tórax y nunca has tenido esa voz a las cinco de la mañana…
― ¿Te vas en serio? ― Bueno… entonces ayudame a subir.



octubre de 2010, aprox.