Siempre me ha
gustado quedarme mirándote mientras hacías tus cosas, no importa cuáles, todas
tenían algo curioso y a veces escandaloso que atender; esperaba tu reacción
típica del “¿qué carajo te pasa a vos?” para recién irme a toda carrera a
tirarme en la cama. Todavía no entiendo qué ha hecho que limites tus diálogos
conmigo a simples puteadas holofrásticas. No, no te preocupes, el hecho de que
me hayas volado la cabeza con el borceguí, no quiere decir nada. Mi cerebro no
reside en mi cabeza, como verás; y no ando igual que esas gallinas decapitadas
que corren sin Norte y terminan tiradas y patéticas como todo muerto. No; a mí
no me voltea este pequeño percance. A lo sumo se complica un poco entablar
conversaciones decentes con las personas sin que miren cruzado mi ausencia
cefálica o mis excesivos términos académicos guturales ― ¿ves? Todavía tengo un
poco de cuello; sin mayores ventajas ― y se
vayan.
Sin embargo vos
te quedas.
Nunca he sabido
volar; no porque me faltasen alas, te acordarás de la madrugada que yo te hacía
reír con la botella de vino y vos seguías las nervaduras como si fueran un mapa
y cuando llegabas cerca de mi nuca me hacías cosquillas y en un reflejo
involuntario de mi parte me las arrancaste ― no me dolió ― y desarmabas la habitación
entera en disculpas. Pero ahora que lo menciono, he volado un par de veces;
cuando me prendía en tu pecho y salíamos a la calle; yo te abrazaba todo el
tiempo y vos seguías altiva dándome un agite extremo con el vaivén de tu pecho,
y tu mano, cuando quería llegar a mi muslo con ímpetu, me terminaba por hacer
volar al frente y acorde al Céfiro avanzaba por la calle. Vos te reías mucho,
supongo que mi cara de terror te exaltaba y corrías sin aire detrás de mí. Es
lo que pasa cuando se tienen alas y nunca la formación precisa en arte de
vuelo. ― ¿Te vas?― Bueno, entonces ayudame a bajar.
Sigo sin saber
qué ha obrado sobre tu talante. ¿Es porque no atino a tus blancos como antes?
Si fuese así, andarías peor. Sé que me cuesta más bajarte el cierre del
vestido, y que unas cuantas tráqueas tapadas no me dejan abordarte más tiempo…
― ¡No te apures, mujer! ―
¿Qué es eso de
andar cacareando? ¿Desde cuándo te alborotas así al amanecer? Yo sé que no es
el café, lo hemos tomado muchas veces, aún sabiendo que a mí me da calambres en
el tórax y nunca has tenido esa voz a las cinco de la mañana…
― ¿Te vas en
serio? ― Bueno… entonces ayudame a subir.
octubre
de 2010, aprox.