Y no ha habido más ruido en toda siesta.
Esquina de Avenida y Calle Sin Importancia. El remís y la moto. No se aturde
agosto con el viento corrosivo de esta ciudad. Basta con el cruce exacto de un
remís y una moto. El resultado, por partes:
Las señoras de aquel lado de la Avenida
salen como quien sí quieren la cosa. Es la culpa del Gobierno seguramente, que
nunca pone demasiados semáforos, o que siempre pone demasiadas esquinas. Se
tapan la boca con piedad por los desparramos materiales y humanos. Sus maridos,
tan señoras como ellas, se aproximan más
al creciente círculo alrededor de los despojos. Preguntan y ponen en
funcionamiento el lenguaje policial, siempre inadecuado, incluso en policías: “occiso”, “masculino”, “pasajeros”, “Aconteció”
en lugar de “Ha pasado”.
Sus chicos no salen...no vaya a ser que vean.
De este lado de la Calle, salen todos: mujeres
y niños primero, los hombres después, medio que porque no les queda otra. Son los que forman el círculo creciente, esa muralla que se aturde los ojos buscando
pedazos de alma en alguna parte desparramada sobre el pavimento. Se dice que
buscan alma, porque no hay explicación al extremo cuidado con que los ojos
examinan milimétricamente cada sector. Las preguntas son meros accesorios “¿cómo ha sido?” y los comentarios accesorios de los primeros “seguro ha sido el remís”. Asentimiento
silencioso con miradas elocuentes. Vuelven a mirar la escena buscando alma.
Aprietan más el círculo que la policía –cuando llegue- va a intentar desarmar.
Los niños recorren el lugar sin mayores
impedimentos que los cuerpos cerrados del círculo, pero no importa tanto porque
las consecuencias de este ruido que ha matado la siesta están esparcidas en un
radio insospechado. Cuestión de mirar con atención. Por allá cerca del lapacho
de los Villagra, uno levanta un espejo retrovisor que ha resistido íntegro en
su reflexividad, y que extirpado limpiamente del cuerpo original, va a servir
de trasplante para alguna invención diabólica de su nuevo dueño. Sin duda. Ese
espejo ha visto todo.
Por el medio de la Avenida, están los ojos de la moto. Florencia se acerca con su hermano de la mano y examinan. Discuten en silencio para definir el nuevo dueño. Gana Nico, que por estar más cerca del suelo guarda en su bolsillo el guiño rajado, con una prolongación de cables medulares.
Por el medio de la Avenida, están los ojos de la moto. Florencia se acerca con su hermano de la mano y examinan. Discuten en silencio para definir el nuevo dueño. Gana Nico, que por estar más cerca del suelo guarda en su bolsillo el guiño rajado, con una prolongación de cables medulares.
Los del auto, todavía están en el auto.
Uno habla, pero no se mueve. El otro no habla, pero se mueve, o lo mueven. No
está claro qué. La de la moto está todavía, y está con la cabeza perdida en el
cordón de la esquina. No se mueve. De poder hacerlo, habría acomodado siquiera
la posición indigna en la que se ha resuelto que se vaya del mundo. Constanza,
Doris, Pedro y Julio, la observan. Julio es el menor, debe tener como cinco
años, y nunca ha visto un muerto en su vida. Capaz que sospecha la muerte, pero
nunca lo ha saludado en la propia esquina de su casa. Se aleja un poco en
dirección contraria al cordón y mira la vereda, que brilla con el parabrisas
trizado. Julio piensa que son lágrimas que nadie acepta, porque la muerta está
lejos de su casa y aquí nadie llora. Vuelve su mirada hacia el cordón. Entre
las lágrimas aparecen unos globitos brillantes, de color incierto, parecido al
color del helado cuando mezclas todos los gustos de la canastita. Brillan
también. Qué es eso pregunta a Pedro que lo ha seguido en sus pasos. Sesos-contestó.
Todavía hoy Julio en el patio de su casa
juega a llenar una bolsita de alguna golosina con agua; la suspende en el aire
y la arroja con fuerza sobre el suelo de tierra pisada del fondo. Julio lee las
marcas dejadas por el agua en el suelo. A veces cuando se sabe solo, agrega un
poco de tierra al agua y da consistencia a su explosión. Se detiene un tiempo,
y repite la operación en otro sector del patio. La Gringa –nadie sabe por qué-,
su madre, lo mira desde la pieza en penumbras. No entiende el juego y tampoco
tiene ganas ni tiempo ni plata para entenderlo. Cualquiera diría que no le
importa. Julio sabe muy bien qué hace. La respuesta a la pregunta que no le
hacen de “¿Qué haces?” es simple: Sesos, diría sin mayor explicación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario